martes, 6 de marzo de 2012

jueves, 1 de marzo de 2012

El Maestro Mellizo - Por Luis Fernández Galiano



Luis Moreno Mansilla, 1959-2012
(Luis Fernández Galiano)


Luis Moreno Mansilla tenía un hermano gemelo con el que era fácil confundirlo, y un socio fraternal en
casi todo diferente. Su mellizo Vicente siguió un trayecto profesional en la alta dirección empresarial enteramente divergente del camino creativo de Luis, pero los hermanos se construyeron dos casas de vacaciones casi idénticas en la gaditana Playa de los Alemanes, donde las familias respectivas pasaban juntas y revueltas el verano. Su socio Emilio Tuñón, que había nacido exactamente seis meses antes, y por lo tanto en el extremo opuesto del zodíaco, pensó como Luis hacerse ingeniero naval —aunque ambos acabaron pasando el testigo de esa vocación a sendos hermanos—, se formó como él durante una década en el estudio de Rafael Moneo, y compartió con Luis veinte años de trabajo conjunto que cristalizó en una docena de obras ejemplares; pues bien, tanta intimidad biográfica y entreveramiento profesional no impidió que Luis y Emilio tuvieran las personalidades más opuestas que cabe imaginarse, en las ideas, en los hábitos y en los temperamentos. 

Ahora Luis ha muerto en Barcelona a la absurda edad de 52 años, en una habitación de hotel como el historiador y crítico Ignasi Solà-Morales —que supo sin embargo con antelación los riesgos que el azar le reservaba, mientras en esta ocasión todo ha sido súbito e inesperado—, y después de presentar en la ciudad un libro sobre el malogrado y fascinante Enric Miralles, que desapareció a los 45 años pero tuvo al menos varios meses para despedirse, y no como Luis, en esta muerte a traición que deja viuda a su mujer, la pintora Carmen Pinart, huérfanas a sus hijas Luz y María, y amputados de su otra mitad a sus dos mellizos, su hermano Vicente y su socio Emilio, pero que también nos deja desvalidos a todos sus amigos, y a la arquitectura española privada de una de sus figuras más relevantes por lo ya hecho y más prometedoras por lo mucho que tenía por hacer. 

Amante de su familia, de la arquitectura y de la vida, Luis bebía el mundo a sorbos, respiraba el humo de la invención y alimentaba su pupila codiciosa con intuiciones deslumbrantes. De su tiempo en la Academia de España en Roma —donde por cierto conoció a la que sería su mujer, también pensionada allí— quedó quizá la costumbre de interpretar los objetos, los paisajes y las gentes a través del dibujo, y en sus trazos latía con fuerza una pulsión poética y una profundidad lírica que parecían ajenas a su figura menuda y pelirroja, siempre atenta y bondadosa, a veces ensimismada, y sin embargo ardiendo sin pausa con un fuego interior de zarza que se consume en la pupila. 

La obra del dúo Mansilla-Tuñón, que viajaban juntos a todas partes, daban clase en compañía en la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Madrid, y proyectaban mano a mano en el estudio de la calle de los Artistas 59 (el año de nacimiento de ambos), es tan bien conocida y ha sido tan unánimemente premiada que no necesita recordarse. Desde el temprano museo de Zamora, el refinado auditorio de León o el innovador museo de Castellón hasta el celebrado y polícromo MUSAC —distinguido con el Premio Mies, el mayor galardón europeo—, pasando por intervenciones en el patrimonio tan singulares y exactas como la fábrica de cerveza El Águila en Madrid, transformada en biblioteca y archivo de la Comunidad, el exquisito restaurante Atrio en el casco antiguo de Cáceres o el aún inconcluso Museo de las Colecciones Reales, un plinto rotundo y musical para el Palacio Real en la cornisa poniente de la capital, hay multitud de monografías que la cubren —la última de las cuales es la que hace un año dedicó AV a sus dos décadas de trabajo al alimón—, y sobre ella han escrito los más importantes críticos internacionales, como corresponde a una brillante trayectoria que tuvo el inevitable ornato de la presencia docente de la pareja en las plazas más destacadas del circuito universitario, entre las cuales Harvard y Princeton. 

Pero quien desee acercarse al Luis Moreno más íntimo debe leer su tesis doctoral, Apuntes de viaje al interior del tiempo, inspirada por sus propios itinerarios italianos durante los años de Roma, y donde volvió a hollar los caminos recorridos por los grandes arquitectos del siglo pasado en busca de las lecciones cristalizadas en ruinas, monumentos y paisajes, «gravitando alrededor de la mirada», y viajando a sus dibujos «con la voluntad de aprender a ver más y de forma diferente, de no eludir la dilatación de la pupila». El libro está dedicado «a mi abuelo Luis, oculista, entre cuyos aparatos ópticos crecí», y que «murió como a todos nos gustaría morir, de improviso, mientras dormía, la misma mañana en que yo debía partir hacia Roma».

Luis ha partido ahora hacia un destino más incierto, y con su marcha perdemos su bondad, su inteligencia y su mirada. En el que ya será su texto último, firmado con Emilio como todo lo que hacían juntos, y que abre la sección de libros de este mismo número, comentan el de Miralles que habían ido a presentar en Barcelona —donde sus últimas palabras fueron «sospecho que el espacio, en realidad, no forma parte de nuestras preocupaciones vitales, sólo el tiempo, que se derrama y escapa entre los dedos cuando intentamos atraparlo»—, y su reseña termina subrayando la obsesión del tristemente desaparecido arquitecto catalán «por la vida y la arquitectura como obras inacabadas, por los puntos suspensivos». El viaje final de Luis le llevó misteriosamente al encuentro con su frase postrera, muriendo como su abuelo del mismo nombre, quizá como hubiera deseado, y en todo caso dejando inacabada vida y obra. Pero para los que admirábamos su talento y disfrutamos de su amistad, sólo nos resta la insumisión inútil frente a la violencia dolorosa de los puntos suspensivos.